El espacio sagrado es el espacio donde, en la medida de nuestras posibilidades, nos despojamos de aquello que nos mantiene separados. El espacio en el que podemos despojarnos de esas armaduras, que construimos con nuestros títulos, nuestras posesiones, nuestras opiniones y creencias variadas sobre nosotros mismos y el mundo.
En el espacio sagrado nos enfrentarnos a nosotros mismos y a los demás directamente “al borde de la mortalidad de todo”, como dijo la poeta estadounidense Margaret Gibson.
Al borde de la impermanencia, el límite de lo que sabemos, somos y podemos llegar a ser; el límite de lo imaginado e incluso de lo posible. Dejándolo todo atrás, nos colocamos en una nueva relación con la realidad. Actuamos, no de lo que sabemos sino de lo que intuimos que es verdad, con creciente amor y claridad y con cierto grado de entrega al núcleo de una vida humana conectada y encarnada.
La mayoría de nosotros (aunque no todos) experimentaremos lo sagrado en lugares que se autodenominan así, como Machu Picchu o Stonehenge, pero no en un casino o un centro comercial. Nuestra educación, nuestras creencias y nuestras costumbres dan forma a nuestra experiencia de lo sagrado. Sin embargo, no necesitamos ir a esos lugares para sentir la sacralidad, ya que no tiene una localización especial en el espacio- tiempo.
Un centro comercial o una calle concurrida son tan sagrados como una catedral, y una baratija de plástico tan valiosa como una reliquia o una piedra preciosa. Sin embargo, es difícil para nosotros ver esto, especialmente porque vivimos principalmente en sociedades que valoran lo material y lo desechable. Sin embargo, algo en nosotros anhela aquello que perdura. Las cosas van bien, pero no duran. Un mundo de usar y tirar no es un lugar satisfactorio para vivir. Por eso, algunos de nosotros continuamos orientándonos hacia lo sagrado —de hecho, lo co-creamos— para recordar lo que es demasiado fácil de olvidar. Algunos lo materializan en templos, los necesitan aun.
En un monasterio Zen, un practicante se para a la entrada del zendo (salón de meditación) y ofrece una reverencia antes de entrar al espacio. Es una forma de alinear el cuerpo, reunir la mente y decir: “Estoy aquí. Soy consciente y me estoy preparando para hacer algo diferente”
Necesitamos espacio y tiempo para mirar, escuchar y sentir lo real. El bullicio y el ajetreo dificultan a algunos la Presencia consciente. No hay mejor manera de obstaculizar la experiencia de lo sagrado que correr de una tarea a otra. En cambio, entrar en lo sagrado requiere ralentización. Por eso el espacio sagrado es un estado de atención que involucra el tiempo, y lo llamamos espacio-tiempo.
"El sábado… es un santuario que construimos, un santuario en el tiempo”, dice el rabino Abraham Joshua Heschel sobre el día de descanso judío. Si el cristianismo tiene sus iglesias y catedrales, el budismo sus estupas y templos, el islam sus mezquitas y santuarios, el judaísmo tiene al Shabat como una catedral en el tiempo. Es un espacio, menos físico que psíquico, del griego psychikos para "del alma, espíritu o mente", que permite un giro deliberado hacia lo divino. Por un día a la semana, el tiempo se santifica porque cambia conscientemente la forma en que lo percibimos y por lo tanto lo utilizamos. Ubicado entre el encendido de las velas el viernes por la noche y la aparición de tres estrellas en el cielo el sábado por la noche, Shabat es un espacio para el recuerdo, o atención plena. Hay quienes aún necesitan esos espacios especiales y los consideran sagrados, pero se puede caer en el olvido de que todo espacio es sagrado si estamos en el aquí y ahora en Presencia y atención, fluyendo, rendidos a algo mayor que nos vive.
El Zen es la escuela que más abiertamente destaca la importancia del tiempo, animándonos a recordar que es pasajero y, por lo tanto, precioso. Paradójicamente, también apunta a la elasticidad, e incluso al infinito, del tiempo. “Diez mil años en un solo momento; un solo momento contiene diez mil años” es un dicho conocido de la colección de koan chinos.
Siempre se resalta la importancia de la presencia en la experiencia del tiempo sagrado.
Cuando nos sumergimos en un momento y lo encontramos en su talidad o plenitud, ya sea a través de la oración o la meditación, o mediante actividades más "mundanas" como lavar la ropa o tomar una taza de té, todo el tiempo se funde en un solo punto: ahora. Ya no hay pasado ni futuro, ni siquiera presente para enmarcar. Precisamente por eso, tomar una taza de té, remendar una prenda de vestir o cavar una zanja pueden considerarse actividades sagradas. En la realidad omnipresente del ahora, nada más es más importante que la actividad en la que estamos involucrados. De hecho, nada más existe en absoluto.
El tiempo sagrado es integral, no es lineal, sino circular. Nicolás de Cusa, filósofo y místico alemán del siglo XV, dijo: "Dios es un círculo infinito cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna parte". El Zen reconoce a su manera la verdad de las palabras de Cusa. Disuelve la frontera entre lo ordinario y lo sagrado, entre entonces y ahora, permitiendo que todas las cosas, todas las actividades, todos los seres entren en la circunferencia de lo real.
Nada se mantiene separado. No queda nada fuera. Por tanto, todo es santo.
Considerar todos los sitios como espacio sagrado afecta nuestro cuerpo y nuestra mente.
Necesitamos estar dispuestos a renunciar a nuestro diálogo incesante para experimentar lo sagrado. Una mente o lengua ocupada genera estática, lo que nos impide sintonizarnos con la sacralidad.
Creo que todos nosotros, lo sepamos conscientemente o no, entendemos que, para estar en relación con lo sagrado, debemos estar dispuestos a quedarnos quietos y callados. Debemos estar dispuestos a ser, aunque solo sea por un corto tiempo, el silencio mismo.
Y no necesitamos de una creencia determinada ni de un lugar físico al que recurrir…aunque si las tenemos, podemos acudir a ellas y no somos menos o más que cualquier personaje humano.
A pocos kilómetros al norte de Ratnapura, Sri Lanka, hay una montaña sagrada llamada Sri Pada ("Pie Sagrado"). En su cima, un modesto santuario alberga una formación rocosa con una profunda hendidura en forma de pie. Los budistas creen que la impresión pertenece al Buda, quien dejó su huella en la cima de la montaña como una reliquia para que sus seguidores la veneren. Cristianos y musulmanes también lo reclaman, diciendo que la huella pertenecía a Adán y que marca el lugar donde cayó del Paraíso a la Tierra. Por su parte, los hindúes dicen que es el rastro del pie de Lord Shiva, quien se instaló en la montaña para arrojar su luz sobre el mundo. Por lo tanto, su nombre para la montaña es Shivanolipadam ("Pie de la luz de Shiva").
Aproximadamente 5.200 escalones de hormigón conducen a la cima de Sri Pada, y los peregrinos que pertenecen a estas diversas tradiciones religiosas y de todo el mundo los suben en filas apretadas, a menudo descalzos. Comenzando en medio de la noche, alcanzan la cima al amanecer.
Sobre el umbral del santuario, un cartel en inglés dice: "Silencio". Quizás sea solo una traducción defectuosa, pero no importa. Es demasiado perfecto corregirlo en lugar de poner: Cállate. Sri Pada insta a sus peregrinos, a dejar que este silencio sagrado les vuelva hacia sí mismos, al reino de lo real.
Una mente que descansa en el silencio está libre de divagaciones o incluso de pensamientos automatizados. Está concentrada y se siente cómoda. Para mí, este es realmente el núcleo de la meditación. En el espacio sagrado que es nuestro cuerpo-mente practicamos el silencio con la intención de permanecer en la realidad. Una vez más, no porque en otras ocasiones nuestro vivir no sea real, sino porque olvidamos que lo es. Nos perdemos en nuestras cabezas, en los demás, en nuestro trabajo, en esas cosas que nos protegerán del dolor de estar perdidos o simplemente del dolor de vivir. Por lo tanto, necesitamos espacios o momentos silenciosos que nos recuerden que, dado que nuestro centro está en todas partes y nuestra circunferencia en ninguna, no es posible que nos perdamos.
Necesitamos un silencio profundo y duradero para recordar que no importa cuánto pensemos que nos hemos desviado, cuánto tiempo hemos vagado, nunca nos hemos ido de casa.
Sabiendo esto, podemos paramos en el borde mismo de lo que sabemos, en el umbral de un zendo o un santuario, una iglesia, una mezquita o un templo, y nos preparamos para entrar en el espacio sagrado. Tal vez coloquemos nuestras manos palma con palma en un gesto de reverencia y jurar permanecer en la realidad. Prometemos hacer algo con amor y claridad, a partir de la parte más profunda de nosotros, presente en todas partes y en ninguna parte.
Pero no dejemos nunca de recordar que todo sitio es sagrado dependiendo de nuestro estado consciente, y que en él el tiempo parece detenerse para clarificar que somos parte de ese Campo Infinito… un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia es ilimitada.
Gracias. Gracias. Gracias.
Tahíta
No hay comentarios:
Publicar un comentario