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sábado, 5 de diciembre de 2020

Saliendo del dolor…entrando en él

Seamos quienes seamos, dondequiera que estemos, inevitablemente experimentamos dolor. E inevitablemente también, tendemos a almacenar la mayor cantidad posible de nuestro dolor en nuestra sombra, encontrando estrategias para adormecer, evitar o alejarnos del dolor. Cuanto más intentamos huir de la presencia sentida del dolor, ya sea a través de la negación, la disociación o la distracción, más profundamente se arraiga en nosotros, y no solo en nuestra sombra. Entonces, ¿qué vamos a hacer?

La respuesta básica comienza con volvernos hacia nuestro dolor, lo que significa enfrentar y sentir directamente la cruda realidad del mismo. Luego, finalmente, nos acercamos a nuestro dolor, paso a paso, entrando en él gradualmente, llevando nuestra conciencia incondicional a su dominio. Y empezamos a reconocer que para salir de nuestro dolor, tenemos que entrar en él.

A menudo, cuando decimos que sentimos dolor, no estamos realmente dentro de nuestro dolor, sino que estamos más cerca de él de lo que nos gustaría. En cierto sentido, todavía estamos fuera de él, sin experimentar  sus profundidades, alejados de su veta más profunda.

Pero, podemos preguntarnos, ¿no es el punto deshacerse del dolor o al menos alejarse de él? Después de todo, ¿el dolor ya no es lo suficientemente desagradable? ¿Por qué empeorarlo acercándose a él, y mucho menos entrando en él? Estas y otras preguntas similares son bastante comprensibles, dada nuestra común aversión al dolor, ya sea físico, mental, emocional o espiritual. La sola noción de volvernos hacia nuestro dolor y acercarnos lo suficiente a él para comenzar a conocerlo bien puede parecer inicialmente contradictoria, temeraria, equivocada o masoquista.

Sin embargo, al volvernos hacia nuestro dolor hay una gran libertad, una libertad que nos afianza en el núcleo del Ser. A medida que desmontamos  lenta pero constantemente nuestras diversas formas de huir de nuestro dolor, la energía que hemos invertido en alejarnos de nuestro dolor, en lugar de simplemente estar con nuestro dolor, se libera y queda disponible para que la usemos para otros propósitos.

Permanecer presente con nuestro dolor puede no ser nada fácil, pero con práctica es bastante factible. Y cuanto más consistentemente presentes estemos con nuestro dolor, menos  duele. Puede que todavía duela, pero no nos importará tanto, porque somos más capaces de retenerlo, tanto de contenerlo como de expresarlo bajo ciertas condiciones (como cuando la liberación emocional es claramente necesaria).

Hay muchos tipos de dolor —físico, emocional, mental, psicológico, existencial— pero la esencia de cada tipo de dolor es una sensación imperiosa de malestar  que va desde la irritabilidad hasta la agonía. Esa sensación, esa esencia, es la que hay que contactar, sostener, tolerar,  y con la que intimamos mientras trabajamos con el dolor, conociéndolo tanto en sus detalles como en su centro.

El dolor puede consumirnos, y nuestros esfuerzos por alejarnos del dolor también pueden consumirnos. Cuando nos alejamos de nuestro dolor, buscando un escape de él, evitando así conocerlo y relacionarnos con él, quedamos atrapados en nuestras aparentes soluciones a nuestro dolor, apegándonos o haciéndonos adictos a lo que sea que nos aleje de él de manera más placentera o confiable.

Por mucho que deseemos que el dolor no esté allí, permanece, ofreciéndonos la misma oportunidad básica: dejar de evitarlo para usar esa energía en  algo más vivificante, permitiéndonos abrir aún más nuestros ojos  y arraigarnos en la realidad.

Esto no significa que el dolor sea una especie de regalo maravilloso, sino más bien que la presencia del dolor que se siente abiertamente  y sin huida ni negación, tiene la capacidad de enfocar nuestra atención y lograr una perspectiva más lúcida, no sobre cómo evitar el dolor, que es imposible, sino cómo  abrirnos a él, integrarlo, comprenderlo y al hacerlo consciente, disolverlo…pues la Luz de la consciencia clarifica todo.

Aunque convenimos en que no es fácil, es simple de explicar…cuando siento cualquier malestar, físico, emocional o mental…detengo cualquier juicio, apreciación o agregado al mismo y solo LO SIENTO en su máxima expresión, sin ponerme a querer “zafar” o distraerme…ese enfoque al principio lo aumenta, pero como la cuota de energía del mismo se va agotando, poco a poco podemos estarnos con él o en él, hasta que disminuya, desaparezca o se vuelva cada vez menos trascendente su presencia. Esa es la única forma en que no reaparezca una y mil veces…y si lo hace, sondear la causa no con esfuerzo, sino intuitivamente, vigilando cuando regresa, qué lo dispara y  abriéndonos siempre a LO QUE ES.

Ve al corazón de tu dolor y no encontrarás más dolor sino más bien una libertad que no requiere la ausencia de dolor, sino que lo abraza como  indicador en el camino que  ayuda a la autoobservación, la comprensión, la revelación causal…y aun la resiliencia.

Gracias. Gracias. Gracias

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